El aleluya de la “Pepana”
Trindade en Gauchos
Cuando
el rugby comenzó a jugarse y no existían reglas, la cantidad de quebrados era
cada vez más numerosa; hablamos de 1860 y era necesario poner freno al
desenfreno. Nacieron las reglas y todos los gringos tenían que ser “señoritas”
dentro de la cancha. Pero la gringada vieja, la que había iniciado la era de la
“quesiada”, se sentía con un cargo de conciencia tremendo. En esa mentada
reunión decidieron implantar el famoso y nunca olvidado por muchos años “Aleluya”,
voz de júbilo de origen hebreo. El Aleluya consistía en jugar correctamente
durante 70 minutos y los 10 restantes “a la que té criastes, a lo Pepana, a lo
gallego Haro”. De esa manera el número de quebrados disminuyó notablemente. Con
el tiempo, esa costumbre desapareció, pero con un profético “volver”, alguna
vez en el tiempo.
En el primer entrenamiento de la changada
nueva, el que lloraba de alegría era el entrenador, el Pepana Trindrade.
Ninguno de sus nuevos alumnos bajaba la uña de la yugular en el cuello del
contrario y eso lo enloquecía. De zancadillas, no hablemos. Jugar al rugby no
sabían por cierto y menos lo de observar sus duras reglas, pero eso de cascar
contendores con libertad, se cotizaban como grandes maestros. Al fin y al cabo
rendían honores a la cantera de donde provenían: plaza Alvarado. Pepana gritaba
desaforado “por fin loi encontrao sucesore, papacito i’dio”, gracia diosito. La
escuela de “mameluco i’mecánico”, como lo habían bautizado también al Pepana,
tenía asegurada su continuidad en el futuro.
El Pantera Benavente, observador como era y
de otra escuela, por supuesto, se dio cuenta al toque de lo que pasaba,
entregando el grupo a la atención de otro técnico. Éste, como primera medida,
los llevó ál curita Requena para que a través de sus convincentes palabras les
demostrara que el prójimo era un hermano para amar y no un ser humano para
matar, por más uñudo y mechudo que sea. Los changos iban a la iglesia, pero no
a sentarse en las bancas. sino a sacar el cuero en la puerta del templo
criticando y poniendo apodos a las viejas y admirando las chuncas de las
jovencitas, dándole las espaldas al templo, lo que era costumbre de siempre
para ellos en la plaza Alvarado, o “plaza de los burros” como se la llamaba
antes.
El
gallego “San” Haro y el “azote i’Atila” Calamucho
Y la
reflexión llegó solita: era claro que si les tocaba jugar contra Spaghetti, ni
trompeada que se iban a dar con el gallego (San) Haro, también hijito para
poner los dedos cerrados en los rostros y los abiertos en los ojos ajenos; sin
muchos esfuerzos porque ya venía
genéticamente programado así; era su compañero de equipo “espinaca”, el petiso
y famoso Calamucho, conocido como “azote i’Atila” por lo que convidaba
dentro de la cancha durante casi una hora y media de juego, superando muchas
veces al maestro gallego en el menester de “atender rivales”. El gallego Haro
era conocido en el ambiente del rugby por su manera personalísima de presentarse:
primero pegaba y de inmediato le decía al agredido: “Ahhh, ahhh, ¿qué lo querí que sé lo quesíemo?, se lo quesíemo nomá”.
El otro, el que había recibido los golpes sin querer, quedaba aún más
sorprendido ante la extraña propuesta del gallego, y si no respondía nada,
proseguía cobrando. Pero éste “calzador” también tenía sus días neutros y una
vez al finalizar un partido le preguntaron: “Gallego, ¿por qué estás triste?”
Apesadumbrado, respondió: “lo toi trite
porque hoy día no loi podío calzalo a nadie y lo tengo que eperalo una semana,
¡que una semana!, do, porque lo tenimo fecha libre el domingo. Y ni siquiera
una “procesioncita” lo hay pa no
perdelo la forma atlética. La procesione lo son linda, ¡cómo lo meto codazo y
rodiyazo, papá!, y lo coya lo creen que lo’tá catigando diosito por la mucha
fulería que lo tienen en su haber y lo aguantan cayadito nomá”.
La diferencia entre uno y otro grupo se
notaba a la distancia y no vale explicar por cual senda transitaba cada uno.
Pero, al final, con varias reuniones y asados, con las palabras convicentes de
los “sacerdotes” que tenía Gauchos como el Ogui Feixes, el Colorao Mendoza, el
Negro Romero, el Gorrión Collado, “lechuza pichona” o “pavo machao” Di Bello,
el Mota Villagra, el Chiquito Paterlini, el gallego “Rápido” García Vidal, el
“sobaco i’linyera” Muro, el Urraca Díaz (ojo, no confundir con el Fred o Urraca
de éste cuento), el Comisario Ugarriza, en fin, a los orilleros del Campo
Caseros que tenían su sede en la plaza Alvarado, lograron amansarlos un poco y
rescatarlos para bien de la sociedad y la civilización. Pero, con el tiempo, la
sangre los traicionaba a todos y volvían a “aplicar” manazos y uñazos, aunque
de manera metódica.
El que más cobraba con los rivales era el
gringo “Borges” Roncaglia; colorado como era, la sangre de la nariz lo
maquillaba como para desfile de modelos. “Si
no me lo permiten devolvelo, me lo vua ilo il’clú; ¿porque me lo van a quesíalo
sin aco, ahhhh? Encima te lo dicen que si te lo peliá depué que termine el
partido, t’informan y te lo sacuden 99 año y supensión. Tení que eperalo 48
hora pa ajuticialo al mataco fuera i’la cancha, pero ya no lo tení la bronca
que lo tení depué il’partido, ya lo’tá frío pa calzalo. Lo saben hacelo bien
eto coqueto il’raby. Si me lo dan 99 año, cuando se me lo cumpla la pena lo
chango ya no lo va quedalo uno y no lo vua tenelo con quien jugalo. Lo único
que lo pueden quedalo pa entonce son el Socotroco y el Soplera Racioppi, que lo
son má agarrao que “butaca i’cine”. También el Cazuela Otero y su hermano Mimi,
conocido el má chico como el “juticiero i’la cancha”, aunque como lo son
petiso, pa entoce ya lo van a selo enano ¿y si se lo andan rebucando con un
circo por ahí?, encima tengo que entralo
a bucalo por todo el paí”.